30.5.09

5.5.09

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[ Heiner Müller, Traumtext (Textosueño),1995]

Camino llevando a mi hija de dos años en un cesto de bambú que cargo a las espaldas, a lo largo de un estrecho cinturón de hormigón, sin barandilla, junto a un inmenso depósito de agua que está a mi izquierda o a mi derecha, según el sentido de mi recorrido (es lo único que puedo escoger), lo bordea un muro también de hormigón, tan alto que es imposible de escalar. El muro carece de grietas y salientes, no hay forma de salir de la cavidad, no me explico cómo he llegado hasta aquí con la niña a cuestas, si el corredor es tan estrecho que rozo el muro con el hombro derecho o el izquierdo, si el paso me vuelve inseguro por el miedo que da el agua, si no se divisa el fondo. A cada cambio de sentido ignoro cuantas vueltas sin rumbo he dado ya en un sentido y en el otro. Cuando clavo las uñas en el hormigón para mantener el equilibrio contra las oscilaciones del cesto de bambú en la que mi hija se agita, mi mirada se detiene en una cortina de niebla que encierra la cavidad y oculta el mundo exterior. Por qué no me detengo, en vez de cansarme las piernas. Por qué no me siento y me tiendo a dormir un poco, con el cesto encima del pecho. Con el sueño, mi respiración se acompasaría, mi pecho subiría y bajaría y acunaría a la niña hasta que durmiera.

Estoy tan cansado y ni siquiera puedo detenerme o sentarme a descansar. Quizás terminaría despertando en el agua, desvalido, con el cesto flotando junto a mí con la niña ya ahogada, sin salvación y sin escaleras para salir del agua. Al siguiente cambio de sentido emerge una esperanza grotesca y enloquecida que dura lo que un latido: si dejo los dedos clavados en el hormigón el tiempo suficiente las uñas crecerán pero el hormigón dejará de crecer; si excavo, con los años se formarán escalones, escalones por los que se podría ascender aunque sean peligrosos, pero qué es la muerte comparada con el peligro. Tal vez el día del Juicio Final, responde burlona la razón, que como se sabe será el día más corto, porque precederá a la noche más larga; no hay escapatoria. Súbitamente se rasga ante mis ojos la cortina de niebla y se abre la visión de un rascacielos que se yergue solitario en el paisaje liso. Veinte pisos por los que hormiguean seres humanos, por detrás de ventanas y cortinas, por balcones y terrazas, por la azotea. La sospecha, o quizá la certeza, de que ya no participaré más de esta vida, o la punción lacerante con la que mi cuerpo ansioso de sueño absorbe semejante certeza, me empuja a dar otra vuelta absurda alrededor del agua estancada que no deja atisbar su fondo. Mirando hacia atrás, por encima del hombro, sin dejar de caminar, veo en el piso doce o trece del solitario edificio, en una terraza bajo una sombrilla, un hombre agonizante recostado en una hamaca. Es un hombre obeso y la muerte empieza cuando se abre la camisa con un gesto violento. Seguramente se le arrancan todos los botones. No puedo verlo desde tan lejos. Observo los movimientos convulsivos del pecho que se apoderan poco a poco de todo el cuerpo. Nunca he visto morir a nadie, mi curiosidad es insaciable. El cansancio se posa sobre él como un enorme pájaro y frena sus movimientos, su cuerpo que ya sólo es una ondulación del terreno, agitado por un leve temblor de tierra, hasta que alcanza el reposo y acata las leyes de la gravitación que nos acostumbramos ya a llamar muerte. La mirada que he detenido tan largamente en el moribundo de la hamaca me habrá hecho tropezar, caigo en el agua con la brusquedad de un corte cinematográfico, al emerger observo aliviado que el cesto con mi hija continúa en el estrecho de hormigón, por encima de mí, un poco inclinado. Veo aterrado que mi hija trata de salir de él, mirándome fijamente. No puedo salir del agua, el borde del corredor de concreto es demasiado alto, mi único pensamiento es ALEJATE DE MÍ, NO PUEDO AYUDARTE, mientras su mirada de súplica y confianza desgarra mi corazón de nadador indefenso.